El negro de la noche continuó expandiéndose a través
de todas las direcciones, porque su reino, normalmente, envolvía todo lo que la
luz no alcanzase a tocar. Ocasionalmente, y con algo de magia involucrada,
incluso el candil más capaz o la luz de un faro en el mar eran incapaces de disolver
la oscuridad. Para aquel que hubiese sido bendecido con una observación divina,
podría percatarse de cómo, una a una, las luciérnagas dejaban de brindar su
luz. Esa persona, presumiblemente capaz de percibir el letargo de aquellos
insectos, con seguridad atisbaría que la causa no era producto anodino de la
casualidad. Porque nada lo es. Pero había algo más. Si esa persona bendita
también contase con los conocimientos correctos, sabría que las luciérnagas se
apagaban una tras otra como si se les hubiese solicitado o, ya puestos, dirigido a ello. Pero como toda persona
sabia, habría desestimado dicha teoría, porque todo el que lo haya estudiado,
sabría sin duda que las luciérnagas no son gobernadas por un director. Como
suele ocurrir, esa distinguida persona estaría, por supuesto, irremediablemente
equivocada. Alguien estaba dirigiendo a las luciérnagas según su capricho. No
era un sujeto al que considerarían académico en ninguna universidad. No se
trataba de alguien que tuviese los conocimientos correctos. Al contrario,
cargaba en sus hombros con una pila insoportable de todos los conocimientos
incorrectos recopilados a lo largo de toda una vida. Irónicamente, entre todas
esas teorías absurdas y equivocadas, resultaba encontrarse La Verdad.
Y la oscuridad se adueñó el bosque.
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