“Mira la ciudad en la majestuosidad de sus luminarias. Observa, acá mejor que en otro lugar, la primera y más antigua de nuestras luchas como humanidad. Sí, Rebe, humanidad. Hoy estamos rodeados de especies y seres que hace siglos o incluso décadas consideraríamos solo existentes como parte de un retorcido libro de fantasías terroríficas. Ellos también son humanidad, porque son parte de nuestra lucha ¿Sabes por qué son nuestros aliados? Porque temen a lo mismo que nosotros, a su manera. Solo tienes que ver, abre los ojos. Hallarás la ciudad, enorme frente al concierto lumínico, de sonidos y de podrido olor. La más grande del mundo. Pero ahora vislumbra tu alrededor. Verás contra qué luchamos, verás a nuestro enemigo primigenio y, solo así, comprenderás que no hay manera de vencerlo. Es la oscuridad, Rebe”.
El muchacho -hoy sintiéndose por primera vez en muchos
años tan joven como su edad biológica marcaba-, retiró sin oposición las vendas
que, por lo que le resultó una eternidad, llevó puestas bajo amenaza. Tan solo
esperaba el disparo final. Había pasado por mucho durante una sola noche. Si en
momentos así pudieses pensar profundamente, lo que resultó imposible en su
caso, habría convenido con cualquiera de sus secciones mentales que ya había
vivido lo suficiente para retirarse. La muerte en Graben era parte de la vida, eso
lo sabías y adoptabas con más certeza que en prácticamente cualquier parte del
mundo. Pero no dejaba de ser el bastión de la fantasía de la libertad. Hoy había
sido testigo de lo que la libertad podía provocar. Una mentira que se hace
verdad ante un público dispuesto a seguirla, solo se convierte en una mentira
rancia que espera para estallar en un hedor inescapable. Ya sabía que esta era
la forma en la que funcionaba la ciudad, pero siempre lo vio como algo que les
pasaba a otras personas mientras él se aprovechaba dúctilmente. Era un hombre
capaz y oportunista, en el buen sentido. O lo había sido. A estas horas ya no
sabía lo que era. Tampoco tenía idea de dónde estaba y, más atemorizante aún, el
desconocimiento absoluto del porqué precisamente justo allí. Se quitó las
vendas, y reconoció el lugar mientras escuchaba las palabras del único hombre
que pudo reconocer cerca suyo: podía sentirlo, solo estaban ellos dos en aquella
colina en la que se veía a lo lejos la inmensidad del espejismo de una ciudad
tan irreal como cualquier certeza que hubiese albergado algunas horas atrás.
Miró a Graben, las dos montañas y el valle. Una montaña a oscuras salvo por lo
que sabía eran candiles escasos de aceite, desperdigados uno de otro, tan separados
para funcionar solo como un punto de referencia. Frente a ella, y a la derecha
de su horizonte personal, estaba la otra montaña. Lo que había sido la mismísima
representación del infierno para él una noche atrás. La imagen de lo que estaba
mal en el mundo. La montaña roja relucía orgullosa aún tras una noche caótica
como esta había sabido serlo. Senderos vivamente iluminados por infinitos
faroles de magiazul. Siempre creyó que las odiaba; ahora sabía que se obligaba
a detestarlas, solo con el fin de tragarse su historia, su verso. Ahora
entendía que las envidiaba, que las anhelaba. Comprendió cual epifanía, que
aquello tampoco estaba mal, pues ambas emociones compartían el mismo trasfondo:
Tiene que haber para todos. ¿Por qué unos gozaban de magiazul mientras otros tenían
que acurrucarse juntos para no morir de frío en invierno pues no podían permitirse
ni el más íngrimo carbón que les generara la falsa ilusión de calor? Ante sí
podía ver el panorama claro, real. Dos montañas descubriéndose como las antípodas
una de otra, y en medio una ciudad repleta de indiferencia.
Detalló por vez primera a su captor. Y no pudo percibir
más que una figura tan oscura como la negrura del horizonte mismo. Solo era
visible por el contraste que hacía la luz de su lámpara al perderse en el negro
de sus vestiduras. No llevaba máscara y su cara era tan visible como lo es la
de cualquiera que no tiene motivo alguno para ocultarla. Observó la profundidad
de sus ojos, contrito, como volcando sus sentidos hacia aquella única tarea.
Ante esto, la figura volvió a su discurso, y Rebe volvió a captar el grosor y
la autoridad de aquella voz. La había escuchado antes.
“Sé que has reflexionado. Sé que tu mirada va cargada de
sentido. Puedo ver que entiendes, someramente, cómo funcionan las cosas. O no,
no lo entiendes. No podrías hacer funcionar una ciudad como Graben. No podrías
llevar las riendas de una familia, siquiera. Por eso has huido toda tu vida. ¿No
es así, Ion? ¿No es miedo lo que sientes a plena luz del día, cuando tu existencia
carece de absoluto sentido? ¿Acaso no es esa voz de la razón la que buscas
acallar cada vez que te internas en la Salamandra dos o tres veces por semana?
Sabes mejor que nadie que no estás a tu altura. Seguramente has escuchado como
placebo que eres el mejor, que naciste para dedicarte al robo. Probablemente intentas
convencerte que es el mundo y su injusticia la que te hizo lo que eres, solo
devuelves el maltrato que se te entregó sin petición. Crees ser un vengador.
Pero la cosa es que no es cierto, ¿Verdad, Ion? Lo peor es que la voz no se caya,
el ruidito discordante no se calla jamás. Esa es la maldición de los que poseen
el privilegio de pensar y ver al mundo como lo que realmente es: no puedes engañarte.
“No lo lamentes, Ion Rebelic. Pues lo que ha sido tu maldición,
también es tu más grande virtud”.
Supo entonces, escuchando aquellas
palabras que empezaban a cobrar sentido ahora que su mirada se apartaba de la
ciudad hasta sus alrededores: oscuridad absoluta. Penetrante vacío. No era el
momento de entender, era un crimen exigirle que entendiera en una situación
así. Pero pudo notar algo en su pecho, una vibración cálida; era una sensación,
una emoción.
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