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Fragmentos 13

 

    El norte de la gran ciudad entre las montañas gozaba de las mejores vistas en todo el valle. Esto era, en parte, por el precioso paseo del fin del mundo, que bordeaba toda la frontera norte de Graben. Pero, en una porción mayor, se debía a que las mejores vistas del atardecer citadino podían verse solo desde ahí. Ciertamente el sol sale por el este y se oculta por el oeste; salvo por los siglos erráticos, como afirman los eruditos y que aseguran hace mucho tiempo, producto de varios cataclismos sucesivos, la traslación y rotación del mundo se invirtió, causando estragos en los mares, las cosechas y caos general en las civilizaciones de entonces, que creían que el tiempo estaba yendo hacia atrás. Los más ancianos eran quienes más alegría guardaban en la esperanza de aquello último. Claramente tal cosa no ocurrió, aunque tan evidente no era; ya puestos, que el mundo cambiara de dirección era algo tan improbable como volver al pasado y estaba sucediendo ante sus atónitas miradas. Aunque eso es tema para los académicos. Ocurre que, milenios antes de aquellos desastres, la zona geográfica donde hoy se hallaba Graben se había fracturado en una falla que había convertido lo que otrora había sido leguas de meseta, en una cadena montañosa casi infranqueable. Volviendo a la actualidad, a eso de las diecinueve horas, en el norte aún podían atisbarse los últimos rayos de luz solar, gracias a un espacio único entre las montañas que, desde el ángulo preciso, dejaba percibir la luz final.

            Verkel caminaba a su ritmo habitual, dando rienda suelta a sus corrientes bucólicas mientras admiraba un valle cubierto por el bello manto de la noche al tiempo que los últimos tintes del crepúsculo traspasaban su cuerpo. Bueno, aquella aseveración era parcialmente falsa, ya que, producto de sus negras vestiduras, la luz no se reflejaba en él, sino que absorbía todas esas partículas de energía que se cruzaban en el vacío de su camino. Cualquiera pensaría que ropajes de esas características llamarían poderosamente la atención del populo, pero para esto, Verkel hace mucho que había aprendido la técnica del paso lerdo. Toda persona que decidiera seguir a Verkel a ver qué deparaba tanto negro, al cabo de un rato, y sin saber verídicamente por qué, terminaba desistiendo. Verkel tenía una maestría en el arte de matar del aburrimiento monótono a todo aquel que le mirase andar. Su cadencia y cada paso estaba métricamente diseñado para activar la zona del cerebro en la gente que los hacía determinar que ningún pobre diablo que caminara así, podría traerse algo entre manos. Incluso podía ser nocivo para la salud observarle prolongadamente: podías ingresar a una vorágine sin retorno y acabar muriendo por un desolador sopor.

                        Así transitaba el secretario a través del paseo del fin del mundo. No tenía prisa en llegar a su siguiente destino. Su noche era joven, tanto que ni siquiera le había alcanzado aún. En el matadero, luego de acceder por la puerta trasera, tuvo que lidiar con más bien poca resistencia. Él no mataba por placer, así que el sigilo era su mejor arma, como solía serlo para los que se ven obligados a laborar el asesinato y no disfrutan particularmente de ensuciarse las manos. Y para no ser un asesino entrenado oficialmente en el arte, indudablemente era uno de los mejores gracias a su fina y pulcra discreción; propia y única, tal vez, del secretario del más enigmático y hermético Burgrave de la cruenta y oscura Gran ciudad. Se topó con varios guardaespaldas, como anticipaba, pero Verkel llevaba la ventaja, pues cuando estos apenas advertían su mera presencia, ya les cruzaba por la garganta el puñal florete del secretario. Esta era su arma favorita, y tenía forma de una aguja muy larga. Por supuesto, era más gruesa que una aguja convencional, y debía su nombre a un evidente razonamiento comparativo. Así fue que mató a los ocho guardias que salvaguardaban al maestre Darmian, magnate de la carne. Darmian, el amo y señor de la proteína bovina de la ciudad más poblada del continente. Si en Graben tenías el placer de comer una pieza de carne de verdad, solía decirse que era porque Darmian había sentido misericordia de ti. Sí, era un personaje famoso en todos los estratos, desde la escoria de la montaña roja, quienes no hacían más que soñar con un resto de carne masticada; y a su vez, víctima del odio y respeto de la montaña ilustre, donde era visto como una figura envalentonada y de modales escasos, pero necesario en el sostén de la ciudad. La carne podía ser, y de hecho era, un negocio altamente mordaz y delicado. Podría decirse lo que fuese de Darmian, pero era un auténtico maestre en la distribución de la proteína; bueno, al menos lo era en cuanto al sector de la ciudad que importaba de verdad: todos los que podían permitirse pagar sus desorbitados y monopolizados precios.

            Verkel caminaba en su paso lerdo por el camino previamente allanado por él mismo. Al final de ese pasillo rodeado de ganado desollado colgante, se encontraba el magnate Darmian. Le conocía de las reuniones que este había sostenido con Vilerino. Varias fueron las ocasiones en las que se encontraron cara a cara, mientras Verkel brillaba en sus labores de secretario, que también implicaban las veces de mayordomo. Incluso su patrón les había presentado formalmente y, aún así, el secretario estaba seguro que su próxima víctima no le reconocería incluso de quitarse los atavíos que ocultaban su perfilado y delgado rostro. Voló sobre su cabeza la idea provocadora de quitarse todo, solo por diversión, pero ese pensamiento rápidamente se desvaneció, porque Verkel no mataba por placer, sino por una profunda convicción. Se plantó en la puerta y tocó dos veces con golpeteos corteses pero decididos.

-Adelante- Dijo la voz desde adentro. El secretario ingresó.

Hubo una conversación que duró exactamente tres minutos con diecisiete segundos. Y tras poco menos de seis minutos desde haber entrado, Verkel volvía en sus pasos hacia la salida trasera del matadero. El cuerpo de Darmian ahora era solo un pedazo de carne dividido justo donde el cuello funcionaba como conexión vital entre la cabeza y el cuerpo. Ahora la cabeza se hallaba finamente sujetada por las manos de su dueño, en su regazo, mientras yacía sentado en su escritorio.

            El asesino nativo de Mirador de granjeros cruzaba el largo paso mientras se debatía con furia internamente, fustigándose por esa última escena dejada atrás, tan prosaica para alguien como él, y tan impropia de alguien como Darmian que, aunque vil a su manera, seguía siendo un hombre que trabajaba por sus propios sueños. Pero al fin y al cabo precisamente se trataba de eso, de la conmoción. No podía ser una muerte más, era importante la imagen y el mensaje que esta iba a transmitir. Estaba convencido de la utilidad tras el execrable crimen que acababa de cometer, pero él lo sabía, no era tan cínico como para convencerse de que el fin justificaba los medios, y agradecía a los dioses por ello; a los dioses en los que creía, al menos, que igualmente no eran muchos.

            El equipaje de un asesino se iba llenando tras cada homicidio, y si este era consciente de su carga, el poder de una mente podía ir cansándole como si arrastrase, allá donde fuese, los cuerpos inertes de cada una de sus víctimas. Si alguien capaz de haber analizado a fondo el paso lerdo de Verkel hubiese estado observándole mientras este caminaba por el Paseo del fin del mundo, le habría posible notar que, muy sutilmente, este parecía caminar mientras cogía un impulso incongruente para poder dar un paso más; como si algo le estuviera halando hacia atrás, o como si el peso de lo que arrastrase fuera un poco más pesado al de escasas horas previas, habría podido percibir una nota de cansancio en su andar. Cabe mencionar que, por cierto, sí existía alguien capaz de evidenciar aquellos casi imperceptibles cambios en el paso lerdo de Verkel, pero tal individuo no se encontraba por la zona en esos momentos, así que el larguirucho secretario siguió caminando por el paseo hasta su siguiente destino, interpelándose duramente por sus acciones. Con la cadencia acostumbrada en su andar, nadie alcanzó a notar que, en medio del camino y ante los débiles postrimeros rayos de sol, iba un asesino arrastrando a sus muertos.


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