Oso estaba molesto, las cosas hace mucho que se habían
escapado de su dominio. Luego, este cretino vejestorio tenía la gallardía de
burlarse de él, siendo que, si se encontraba en un estado tan deplorable, era
precisamente porque él había llevado consigo prácticamente todo el carromato y
le encomendó al maltratado lomo del muchacho llevar la carga. Recordó también,
en su cólera, la profunda ira que le provocó en su momento ver cómo, con simulada
inocencia, Gred sacaba de una de las bolsas su enciclopedia de Quechyuan. Un
país del sur meridional del continente, una tierra donde lo más resaltante que
en eones había ocurrido, era el paso que tuvo por allí una encomienda de
peregrinos en su afán de visitar el sagrario de los bosques australes. Todos
murieron, como Oso reconoció tras sus pertinentes investigaciones, pero habían
sido los primeros peregrinos en suscribir una ruta que con el paso del tiempo
se convirtió oficialmente en el camino de los bosques. Luego de tal evento,
Quechyuan disfrutó de un aumento considerable de su flujo económico y típicas
decisiones de estado que el joven Oso no reparó en estudiar, se convirtió en un
lugar próspero y absolutamente nada más relevante qué suministrarle al resto
del mundo. Pero la maldita enciclopedia estaba ahí, los cuatro tomos. Él sabía
que su sádico maestro solo la había traído para molestarle. Con todo lo dicho,
es evidente que no fue tarea sencilla para el muchacho contenerse de saltar
directamente a la yugular de su irónico maestro. Pero bueno, también era cierto
que debía ser político en circunstancias como estas. La de Gred, pese a ser una
terrible apertura, era una clara iniciativa de conversación que podía llevar a
las respuestas que Oso iba necesitando desde que despertara a mediados de
la mañana. Suprimió su rabia asesina inflando de aire sus grandes pulmones de
bestia, miró a la figura erguida, y respondió.
«Hablas mucho para ser un anciano que no puede admitir
cuando está perdido»
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